La destrucción más terrible: la de la memoria histórica
“Sup” Marcos
Por Jesús Galaz Duarte
Hace más de veinte años Manuel Vázquez Montalbán intercambió una serie de cartas que lo llevaron a perseguir a su remitente hasta la Selva Lacandona, en el Sureste mexicano. La persona que le contestaba era el hombre más famoso del momento, un guerrillero levantado en armas por campesinos y cargado en hombros por los medios de comunicación; el Che Guevara moderno que escondía su cara tras un pasamontañas y una pipa de madera; el que había escrito y leído para las cámaras de todo el mundo los Comunicados y al que poco tiempo después le descubrirían su viejo nombre, el de nacimiento, que no es, como todos sabemos, la verdadera identidad de una persona.
El personaje firmaba algunas cartas como “el Sup”, refiriéndose al mote de guerra que había adquirido durante la guerrilla. El vocero y la imagen del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), Subcomandante Insurgente Marcos, se mostraba interesado en platicar con el escritor catalán, así como con otras personalidades de la izquierda intelectual, «sobre algunas reflexiones que sus letras me provocaron» —y quizá para mostrarle al mundo que ser “civilizado” no era incompatible con la selva y que la razón (como análisis y sentimiento) estaba de su lado.
En sus cartas, de tono sereno y reflexivo, el Sup le cuenta a Vázquez Montalbán sobre la vida en la selva, reflexiona de su pasado en la guerrilla y cómo se vive dentro de ella, habla del movimiento zapatista en general, de lo que ha visto en las ciudades y en los pueblos, de sus lecturas clásicas y contemporáneas, hasta de los libros del propio Vázquez Montalbán. A través de esta selección de pasajes por parte del catalán, imagino a Marcos como un hombre con capacidad atípica para la conversación. Alguien que, a fuerza de golpes, sabe leer entrelíneas, conectar dudas, descifrar sospechas y, finalmente, de una manera muy cercana a la tierra, una manera casi “india”, alguien con la habilidad de callar y sugerir —sugerir siempre— todas las preguntas que la noche propone junto a ese silencio que penetra y permanece.
“La nueva derecha —dijo en una de esas conversaciones— se parece como una gota de agua a la derecha de siempre cuando le sale del alma que el desorden es peor que la injusticia.”
Para el arranque del siglo XXI, Marcos no ha podido convertirse en otra cosa más que en profeta. Pero no es este un intento de canonización: Marcos no se convirtió en profeta por el dedo de un dios ni por iluminación espontanea. Simplemente se convirtió en profeta porque su presente fue nuestro futuro.
Ahora caigo en cuenta que eso de la profecía no es cosa de ver entre nubes el más allá, sino vivir algo particular antes que el resto, reflexionarlo y externalizarlo. Si la reflexión sobrevive al paso del tiempo entonces llega el nombre. Si la reflexión se pierde, pocos la rescatan y se olvida. No es de profetas tener visiones, sino vivencias.
Como los copos de nieve en la mañana, las vivencias del Sup nos van cayendo lentamente, primero una, luego otra; sutiles, tenues, sin hacer ruido. Pero siguen cayendo y no se detienen. De a poco, la nieve lo va cubriendo todo hasta que lo cubre todo: ha muerto el color del mundo.
“La opción global presente —dijo Marcos—: o solidaridad o barbarie.”
Ahora gracias al Internet podemos ser testigos de mecanismos que el Poder ha utilizado toda la vida y que nunca nos interesaron lo suficiente como para creerles a los profetas cuando no los pudimos ver con nuestros ojos. Para que el poder sea Poder, dijo Foucault, ese Poder tiene que actuar y ejercerse, de lo contrario no es Poder.
Hace poco más de una hora vi un vídeo donde nativos americanos en Dakota del Norte protegen sus tierras de la construcción de un oleoducto gigante, protegido éste a su vez por hombres blancos armados y enviados desde Washington. La Guardia Nacional, los equipos antimotines y los policías rodean el campamento Sioux vestidos de negro, entre la nieve. Ellos, los nativos, aguardan lo más que pueden en un círculo, todos de pie y tomados de los brazos, cantando sus canciones y preguntándole a los hombres blancos por qué se los llevaban otra vez de su tierra. ¿Qué no se había derramado ya suficiente sangre?
Antes de formar aquél círculo de resistencia, frente a la cámara un Sioux de mediana edad, tranquilo, resuelto: «Los guerreros que estamos aquí no tenemos miedo —dice— porque nuestra lucha nace del corazón; y desde el corazón la hacemos, porque hacia el corazón vamos».
Entonces, veinte años atrás (aunque pudieron haber sido más de cien), desde una casa de campaña en lo más profundo de la selva, el Subcomandante Marcos enciende su pipa y piensa en los Sioux de Dakota del Norte; puede ver a los soldados que los enfrentan y sus armaduras. Aunque son otros, sabe que también son los mismos que vio esa mañana. Con los ojos fijos en una vela, el Subcomandante toma su vieja máquina de escribir, la coloca sobre la única mesa de madera y comienza a teclear:
«Vino el poderoso a apagarnos con su fuerte soplido, pero nuestra luz se creció en otras luces. Sueña el rico con apagar la luz primera. Es inútil, hay ya muchas luces y todas son primeras».
Gracias a Ubaldina por el libro
Jesús Galaz Duarte
Mexicali
Febrero 3, 2017